Poema Diecinueve
No buscados, hoy amanecen
el pan sin el soporte de la mesa,
el agua regia sin el vaso,
el ?rbol sin las letras que lo escriben o pronuncian,
el p?jaro puntual en la ciudad dormida.
La lluvia pisa la grama y resucita
v?rgenes perfumes. La cal nueva
fulge en la pared del campanario
donde el domingo me convoca.
Ese trozo de musgo en el asfalto
me recuerda que el Mundo, subversivo,
derrota a la Historia finalmente. Y con él,
vence este d?a, cabal e impronunciado,
rendimiento en su fasto la basura
acumulada ayer sobre la acera.

Hay asueto en la entra?a del silencio
y hasta las motocicletas braman hoy
en el vac?o festivo, como un circo
de animales prehist?ricos jugando
en la infancia silvestre del o?do.
La calle de siempre es otra calle:
una estampa escrita por detr?s
en la caligraf?a primera de la luz.

No hay mariposas, pero en cambio
los ojos de aquel perro, bajo el porche,
agradecen, acuosos, el sol tibio.
Me miran ignorando su dulzura
en la ext?tica plegaria del instinto.
?C?mo cristaliz? el mito de esta hora
en el ate?smo l?quido del tiempo?
Alguien dibuja el d?a por nosotros.
Alguien me ama hoy, secretamente.

Poema Veinticinco
As? como a veces desear?amos
que Karl Marx y Arthur Rimbaud
se hubiesen conocido en una mesa
de alg?n Café de Londres,
mientras en el agua sorda del T?mesis
-ah?ta de grumos aceitosos
que flotan entre botellas y colillas
y ropa gris de gente ahogada-
espera el Barco Ebrio, ya sin anclas,
a que el fantasma que recorra Europa
suba también, para zarpar
(Karl, vestido con blue jeans marineros
se despide de Engels en el muelle
y Tah?r hace lo propio con Verlaine
-los sue?os insolentes hasta ahora enfundados
en la gorra que us? él mismo en la Comuna);
as? como, a estas alturas, quisiéramos
que Hegel, apeado del estrado de su c?tedra,
hubiese visitado a H?lderlin un d?a
en su manicomio oculto de la torre
para escuchar c?mo el demente
-sin reconocerlo tal vez en su delirio-
le habla de un viejo amigo de Tubinga
con quien, en mitad de una fiesta adolescente,
bail? una ma?ana, junto a un ?rbol
por ellos mismos levantado
("Libertad", lo llamar?an)
tan fieros y felices como ni?os orin?ndose,
con el impudor de los puerros, frente al rey
(en la siesta monocorde del verano,
recordando novias suav?simas de Heidelberg,
los dos compa?eros se confiesan:
la raz?n deben pedirle a la locura
su danza irreductible, la inocencia
con que el loco Hiperi?n, desde su torre,
ense?a al profesor de la luz blanca,
la rosa de los vientos del Esp?ritu,
no termina en el Estado de los Césares,
se burla de las Prusias de los K?iseres);
as? querr?a yo hoy que a William Blake
lo hubiesen dejado predicar un solo d?a
sobre el p?lpito labrado de una iglesia
-la catedral de Westminster, por ejemplo-
en presencia de arzobispos y presb?teros
y de una multitud de feligreses
harta, como todas, de sermones.
Imagino el viento sagrado resonando,
por primera vez, junto a los m?rmoles,
mientras los cuerpos, desnudados por fin
como a la hora del agua o del amor,
se erizan con el paso del Dios vivo
y tiemblan ante el olor de Cristo el Tigre
devorando las ingles de las almas,
ahora tan intactas, tan ebrias y tan v?rgenes
como la de aquel ni?o canoso viendo ?ngeles
a la hora en que arde Venus sobre Lambeth
y hasta las prostitutas de Soho profetizan.

Armando Rojas Guardia (Caracas, 1949. Poeta y ensayista, es autor, entre otros, de los libros de poes?a: Del mismo amor ardiendo (1979); Yo supe de la vieja herida (1985); Poemas de Quebrada de la Virgen (1985); Hacia la noche viva (1989); Antologia poética (1993); La nada vigilante (1994) y El esplendor y la espera (2000)